Duchamp y el arte como gran partida de ajedrez

Esto no es un artículo periodístico ni un ensayo sobre literatura, sino un relato de detectives. Tenemos un cuerpo. Tenemos un testamento. Y, no podría ser de otro modo, tenemos un misterio.

El cuerpo es de mujer blanca joven o de mediana edad, desnuda, las piernas abiertas, probable víctima de violencia sexual. El testamento lo dejó un artista que tuvo a la mujer como rehén, descuartizada, en un estudio secreto, durante los últimos veinte años de su vida. Consistía en unas detalladas instrucciones para reconstruir Étant Donnés (sí: era una obra de arte), una puerta a través de la cual puede espiarse el cuerpo desnudo (dejemos de dramatizar: era un maniquí) y la mano que sostiene una lámpara de gas, con un paisaje montañoso al fondo (digamos: una obra de teatro).

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El misterio, si no es suficiente que desde 1946 hasta 1966 trabajara en esa gran obra final y secreta, podría formularse con esta pregunta: ¿no fue toda la obra de ese artista llamado Marcel Duchamp, una gran partida de ajedrez?

Examinemos las pistas. En la casa familiar de los Duchamp había un suelo ajedrezado. En la niñez y la adolescencia fue introducido a la vez en el ajedrez y en la pintura por sus hermanos, que fueron sus primeros maestros. Las casillas, la cuadrícula, las piezas, el imaginario del ajedrez aparece en decenas de obras.

Dijo en una ocasión: “Mientras que no todos los artistas son jugadores de ajedrez, todos los jugadores de ajedrez son artistas”. Se identificó con el caballo, por sus saltos estrambóticos, siempre inesperados. En 1943, de hecho, le regaló a la artista brasileña Maria Martins, su amor, su amante, un caballo de ajedrez enmarcado.

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Como artista del disimulo y el camuflaje, Duchamp anunció oficialmente en 1923 que abandonaba el arte y que se dedicaba a jugar a ajedrez. Durante diez años lo hizo intensamente: se convirtió en uno de los mejores jugadores franceses y formó parte de la selección de su país. Se acaba de publicar Aparently marginal activities of Marcel Duchamp (MIT), de Elena Filipovic, en cuya portada (¿a quién le sorprende a estas alturas del cuento?) aparece un tablero con sus piezas.

La tesis del libro es que tanto el ajedrez como sus oficios como tratante, intermediario, curador o asesor fueron en realidad manifestaciones de su práctica artística, desmaterializada. Es decir, no solo fue el primer artista conceptual, sino también el primer artista relacional. ¿Qué es una partida de ajedrez sino una relación fugaz, tensa, tan intensa, con otra persona?

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Duchamp, de hecho, no actuó solo. Contó con muchos cómplices. Uno es el principal. Hay que imaginarlo de frente y de perfil, sorprendido por el flash del fotógrafo policía, con un cartel en las manos donde se lee “Man Ray”. Hace un año tuvo lugar en París una exposición similar a la que ahora puede verse en la Fundació Joan Miró, cuyo hilo conductor no era el ajedrez sino el polvo: en “Dust. Histoires de pussière d’après Man Ray et Marcel Duchamp”, se partía de Criadero de polvo, la fotografía de Ray a partir de un enigmático paisaje duchampiano, para cartografiar una de las líneas de esa red inabarcable que llamamos arte contemporáneo. Pero el ajedrez los unió más que el polvo.

Man Ray y Duchamp, pareja de baile, pareja de ajedrez, socios del mismo club de Nueva York, compartieron la obsesión por pensar y plasmar las relaciones entre las artes y las sesenta y cuatro casillas, con sus piezas y movimientos. Inconformistas por naturaleza, se propusieron cambiar tanto la historia del arte como la del ajedrez. Comenzaron por las formas para que después se fueran imponiendo las ideas. Odiaban las piezas del modelo Staunton, el oficial: propusieron varios diseños alternativos, como el Juego de ajedrez Buenos Aires, sin demasiado éxito. En paralelo, defendieron tanto un arte como un ajedrez no retinianos. El arte conceptual. Las partidas por telegrama, por teléfono, por correspondencia postal.

Ambas líneas de actuación se encontraron en “Imagery of Chess”, la exposición de 1945 en la Julien Levy Gallery de Nueva York en que Duchamp figuró como “árbitro”. Como escribió Larry List (máximo experto mundial en las relaciones entre el ajedrez y el arte de vanguardia, editor de The Imagery of Chess. Revisited), en su capítulo del catálogo Duchamp, Man Ray, Picabia (MNAC), allí tuvo lugar una partida simultánea entre el gran maestro mundial de ajedrez a ciegas George Koltanowski y varios artistas y gestores culturales (como Dorothea Tanning, Max Ernst o Alfred H. Barr Jr.): “Este acontecimiento —donde se mezclaron elementos de adivinación, de espiritismo y de competición— fue considerado después por algunas personas como ‘un happening antes de los happenings‘, una performance conceptual en colaboración”.

Pero setenta años después, la mayoría de los torneos de ajedrez del mundo se siguen jugando con piezas Staunton.

Cuando a mediados de los años treinta Duchamp diseñó una obra maestra que es al mismo tiempo una antología de su obra miniaturizada, la famosísima Boîte-en-valise, ya hacía quince años que había construido el tablero de viaje que hacía juego con las piezas Buenos Aires. Pero no puede ser casual que su ajedrez de bolsillo, en cambio, sea de 1943, dos años después de concluir el proyecto del museo portátil. Constantemente saltó entre el arte y ajedrez a través de la cuadrícula de la vida.

Por eso no es de extrañar que el cuerpo misterioso que hallaron tras su muerte estuviera inspirado en el de Maria Martins. Ni que en su testamento dejara muy claro que bajo la mujer en penumbra, la luz siempre encendida, el paisaje o la puerta, era imprescindible que el suelo fuera blanco y negro. Como si en la base de todo, tanto en la escena de un crimen como en el teatro de un misterio, tanto en la infancia como en el testamento, siempre hubiera un tablero de ajedrez.

AJEDREZ, ÉTANT DONNÉS, MAN RAY, MARCEL DUCHAMP