La brecha generacional cubano-estadounidense

La Navidad pasada, Michael y Gisel Davila, una pareja cubano-estadounidense que vive en Queens, Nueva York, hablaban con la madre de ella, Maria C. Castillo, cuando la visitaron en Miami. Fue una conversación despreocupada, llena de cháchara sobre las vacaciones, el trabajo, el clima, hasta que Davila, de 30 años, mencionó que su esposo y ella estaban pensando en reservar un viaje a Cuba en un fin de semana largo.

“Absolutamente no”, dijo de inmediato la madre. “No puedes ir”.

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“No fue bueno”, dijo Davila, de 33 años. “En serio que creo que si yo fuera a Cuba con mi esposa, mi suegra nunca nos perdonaría”.

Para la mayoría de quienes son de la primera generación de cubano-estadounidenses, la isla de Cuba ha existido solo como un ideal mitológico: un sitio cuya cultura, idioma y comida podían recrearse en el exilio, pero cuya tierra física solo se podía experimentar por medio de las historias transmitidas de los padres y los abuelos inmigrantes.

Sin embargo, ahora, gracias al restablecimiento de las relaciones diplomáticas entre Estados Unidos y Cuba, la isla está al alcance, ha surgido como un destino de moda, y compañías como Google y Chanel realizan actividades de alto perfil en las calles de La Habana.

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Mientras que a las familias inmigrantes se les ha permitido visitar Cuba desde el 2009, ahora están pensando muchísimo más en ir, ya que el tema está constantemente en las noticias, y están yendo cada más de sus amistades y colegas no cubanos.

Sin embargo, dentro de las familias de inmigrantes, la pregunta de si se visita Cuba no es una simple y, en algunos casos, está creando disensos entre miembros de distintas generaciones.

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Los padres y abuelos que vivieron la revolución comunista liderada por Fidel Castro son presa de la angustia al considerar que sus seres queridos pongan un pie en suelo cubano, todavía gobernado por él y por su hermano Raúl. Los miembros de las generaciones más jóvenes que nacieron en Estados Unidos anhelan ver por sí mismos un país que ha aparecido tan grande en los antecedentes que le dan forma a su identidad.

“Imagínese crecer oyendo sobre eso, sin alguna vez poder llegar allá”, dijo Davila. “Es como esta fruta con la que te están tentando, pero que, en realidad, no puedes tocar”.

Su esposa y él están ansiosos por ir e irrita a Davila que tantos viajeros sin una conexión étnica con Cuba hayan experimentado al país de su familia antes que él.

Sin embargo, también toman en serio la oposición de Castillo. Como muchos que escaparon al régimen de Fidel Casto en los 1960 y 1970, dejando tras de si todas sus posesiones, ella rehúye la idea de que sus seres queridos le den legitimidad y apoyo financiero a un país todavía bajo el gobierno de Castro.

“Yo no veo por qué ella tiene que ir”, dijo Castillo sobre su hija. “Nada ha cambiado. El dinero no le llega al pueblo. Todo le regresa al régimen”. Está tan enojada contra Castro, comentó, que se niega a pronunciar su nombre.

Por parte de Davila, sus tías, tíos y primos se oponen a que sus parientes visiten la isla. En una reciente cena familiar con cerdo al horno, plátanos fritos, arroz y frijoles, algunas personas se estaban refiriendo al hermano de Davila, George, de 37 años, un abogado litigante en Miami, como “el comunista” por haber visitado Cuba en tres ocasiones. “Fue como si estuvieran aventando la comida”, dijo Davila.

“Cuando se enteraron de que iba a ir, mi padre, mis hermanas preguntaron: ‘¿Por qué vas a ir? Te van a aprehender. Vas contribuir con dólares al gobierno. Te van a lavar el cerebro con el comunismo’”, contó George.

A Maria Davila, la madre de George y de Michael, la avergonzaron sus amistades y parientes por permitir el viaje de George. “Nos dijeron a mi marido y a mí que éramos unos comunistas locos”, contó. “Y yo les dije: ‘No, queremos que experimenten lo que teníamos y ver otro lado del mundo’”.

El que Maria anime a sus hijos a viajar la coloca dentro de una minoría de padres tolerantes. Sin embargo, no todos los hijos adultos están prestando atención a las advertencias de sus padres.

Miranda Hernandez, una estudiante de la Universidad de California, en Berkeley, con 20 años de edad, comentó que siempre está nerviosa por cómo podría reaccionar su familia, si es que alguna vez considerara ir a Cuba. “Cuando sí hablaron de Cuba, hicieron que sonara como Corea del Norte con playas bonitas”, comentó. “A mí me criaron diciéndome que yo no tenía nada que hacer allá”.

Sin embargo, este año, decidió ir a pesar de las objeciones. Recurrió a CubaOne, una nueva organización sin fines de lucro que manda gratis a cubano-estadounidenses de veintitantos y treintaitantos años a la isla.

Se estableció siguiendo el modelo de Birthright Israel, una organización que brinda viajes educativos a Israel para jóvenes adultos judíos entre los 18 y los 26 años. CubaOne ha recibido 1,100 solicitudes para 40 lugares que tiene disponibles este año, según Giancarlo Sopo, de 33 años, un fundador.

Hernandez fue en el viaje inaugural de CubaOne el pasado junio. Vio el departamento donde creció su madre en el barrio Luyanó y el hospital donde nació en La Habana.

También conoció a un tío bisabuelo; un primo segundo; un par de primos terceros, gemelos de 16 años que, para su sorpresa, escuchan la misma música que los adolescentes estadounidenses.

Hernandez compartió con su familia cubana historias y fotografías de su familia cubano-estadounidense. “Cuando los conocí, fue como si los hubiese conocido toda mi vida”, contó. “Fue surrealista”.

Steven Andrew Garcia, un fotógrafo y director de videos en Los Angeles, también fue en el viaje de CubaOne. A su padre no le hizo gracia. Como muchos exiliados cubanos, el padre de Garcia desconfía profundamente del gobierno cubano y temía por la seguridad de su hijo.

“Mi papá cuestionó quién financiaría y coordinaría este viaje”, dijo Garcia, de 29 años. Cuando le dejó claro a su padre que había tomado la decisión y pretendía ir, éste lo exhortó a tener cuidado diciéndole: “Solo quédate con el grupo y no te pierdas”.

Vanessa Garcia, de 37 años, ahora una escritora (quien no está emparentada con Steven Andrew Garcia), averiguó con una experiencia negativa que su madre estaba en desacuerdo en que ella viajara a Cuba. Allá en el 2009, aprovechando una ley nueva por la que se permitía que cubano-estadounidenses con familiares que vivieran en Cuba fueran de visita a la isla, Garcia compró un boleto de avión para La Habana con su hermana y luego le dijeron a su madre, Jackie Diaz-Sampo, sobre el viaje que harían en unas cuantas semanas.

“Se puso tan, pero tan roja, y una vena le saltaba en la cabeza”, contó Garcia sobre su madre, “y dijo: ‘Me va a dar un ataque cardiaco. Ustedes van a matar a su madre”. Rompí mis boletos, aunque habíamos pagado 550 dólares por cada uno y no hacían reembolsos, y los tiré por el inodoro. No podía hacerle eso a mi mamá”.

Alyson Krueger
© 2016 New York Times News Service